" Uno escribe su propia vida, sólo que, por pudor, la escribe en jeroglífico."
Francisco Ayala.

18 abr 2010

Ella.

Ella. Niña alegre como el sol en primavera. Niña inocente y segura. Niña sin miedos. Decía que era como el viento. Libre. Sin ataduras. Que no pertenecía a nadie. Poseía una sonrisa única. Deslumbrante. Cautivadora. Era capaz de hacer feliz a cualquiera con su sonrisa. Era una sonrisa permanente. Siempre le acompañaba. A todas partes. Ni en momentos duros la perdía. Decía que si sonreía los males desaparecían. Ella jamás llevaba reloj. Ella era libre. Jamás había sentido amor de verdad. Eso no iba con ella. Miles de hombres corrían detrás de ella. Pero ninguno merecía su corazón. Ella era suya y de nadie más. Un día ella conoció a un hombre diferente. Con una sonrisa casi tan increíble como la de ella. Un hombre que ya había sentido amor. Él se enamoró de su sonrisa. Y le enseñó a amar. A ella y a su sonrisa. Ella creció. Se convirtió en una mujer. Junto a él fue feliz. Aprendió. Se enamoró. Pero un día él la abandonó. Se fue. Con todo su amor. Le dejó sola. Con excusas que nadie supo entender. Le rompió el corazón. Y la niña alegre que había sido se fue. Se volvió insegura. Triste. Su corazón quedó atado. Ya nunca más fue libre. Pertenecía a él. Y solo a él. El viento ahora le embestía de frente. Se había vuelto en contra de ella. Su felicidad. Su libertad. Se convirtió en dolor. Ella murió en vida.