Y en aquel momento no supo comprender como pudo arrepentirse tanto de aquel beso. Aquel beso, que junto a muchos otros, había conseguido convertir tantas lágrimas en sonrisas. Arrepentirse de besar a la persona que había conseguido sacarle más sonrisas. La que había convertido la tristeza en alegría.
Y entonces le abrazó fuerte, muy fuerte. Le abrazó el día en el que los fantasmas habían decidido hacerle una visita. En el que pensar se había convertido en una tarea angustiosa. Pero no le importó. Le abrazó fuerte y le sonrió.
Ella tenía miedo al amor. Miedo, pánico, horror. Temía enamorarse para más tarde sufrir. Había sufrido mucho. Y llorado. Había llorado muchísimo. Y cada día que pasaba sentía más miedo. Miedo, pánico, horror. A cada paso, cada beso. Hasta el día que comprendió lo que de verdad importaba.
Lo que importaba era poder disfrutar de él. De su sonrisa. De las risas. Y los besos infinitos. Los abrazos. Las palabras. De esas lágrimas convertidas en sonrisas. Y no importaba lo que el destino les tenía preparado.No. No importaban las preocupaciones. Para nada. No.
Lo que importaba eran esas ansias de verle. Comprobar que su corazón se acelerara nada más verle cruzar la esquina. Y besarle, como si no existiera mañana. Regalarle besos para agradecer cada sonrisa. Y no preocuparse por nada más. Nada más.
Quizás llevara razón aquel día. Quizás sea la tercera persona. Quien sabe.