Ahí está. Sola. En el mar. En su isla, en su playa. Ya no sabe quien es. Y menos aún quien quiere ser. Huyó lejos para perderse. Para perder esas inseguridades, esos defectos y esas maletas llenas de ansiedad. Huyó lejos para perderse a sí misma. Porque ya no sabía quien era. Ni quien quería ser. Huyó lejos, a su isla, para encontrase a sí misma.
Y ahí está. Sola. Sin nadie. Sin ella misma. Aún no sabe comprender quien es. Ni quien quiere ser. Está perdida. Perdida en un mundo de gigantes. Un mundo enorme donde ella tan solo es una hormiga débil e indefensa. Porque no sabe quien es. Ni quien quiere ser. Ni mucho menos quien quieren que sea. Quien quieren que sea ellos, los de fuera. Los que le dicen qué debe hacer y cómo actuar. Los que le dicen en quién tienen que confiar y en quién no.
Y ahí está ella. Sola. Perdida. En un mar de dudas. En su mar. En su isla. Comenzando a advertir quien es. Y en quien ha de confiar. Comenzando a advertir que la solución está en sí misma. Que ha de confiar, tan solo, en sí misma y en lo que ella considere. Porque su criterio, el suyo, es el único que vale. Porque, al fin y al cabo, la única que puede saber a ciencia cierta quien es... es ella misma.