El día que él se fue llegó el dolor. Ese dolor que hacía tanto que no aparecía. Ese dolor que solo él convertía en risa. Las lágrimas que él un día convirtió en sonrisas habían vuelto. Habían vuelto y ahora le lloraban a él. Todas las heridas que él había conseguido reparar, que sólo él había conseguido curar, supuraban ahora como nunca lo habían hecho. ¿Y cómo no llorarle, cómo no concederle el privilegio de mis lágrimas a quien nunca me dejó caer? Él, que siempre estuvo, que estuvo cuando no estaba esa gente que prometía no fallarme nunca. Él, que nunca me dejó caer. Él me dejaba caer ahora a lo más hondo de el pozo. Donde todo era oscuro, donde todo era negro. Él me dejaba caer para no levantarme después. Porque ya no estaba, él ya no estaba y yo no lo podía aceptar. No lo podía creer.
Y yo estaba en lo más hondo de aquél pozo maloliente. En lo oscuro, en lo negro. Sin saber que la salida, que la felicidad, estaba mucho más cerca de lo que parecía.