No han sido pocas las veces que me he preguntado qué es lo que hace que me guste tanto. La miro y sé que me encanta. La miro y me resulta perfecta. Y aunque sé que no lo es, me emociono al recorrer su cuerpo con la mirada. Me emociono al escuchar su risa. Me emociono aún más cuando esa risa la provocan mis bromas. Y aunque sé que no es perfecta, no dudo ni un instante al reconocer que me parece perfecta. Y me derriten sus ojos al mirarme, y me estremece su risa al estallar, y me indignan sus inseguridades, sus miedos, sus imperfecciones. Y si cada vez que la miro me resulta más bella, más atractiva, más mujer y más niña, no consigo comprender qué es lo que hace que me guste tanto. Su mirada ingenua, su escalofriante inteligencia, su más sincera bondad. Todo. Toda ella es perfección. Y sé que no es perfecta, lo se. Pero no puedo evitarlo, no puedo evitar recordarla y sentir que lo es. Y aunque ella no deje de sacarse defectos e imperfecciones, todos y cada una de ellas me parecen perfectamente imperfectas. Y toda esta perfección me hace sentir ridículamente imperfecto, un hombre tartamudeando cómicamente a su lado, un simple mortal al lado de su diosa.
Y aún así, no logro entender qué es lo que hace que me guste tanto; si es su perfección o su perfecta imperfección.
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